capilla cornaro bernini

Para ver bien El éxtasis de Santa Teresa hay que entrar en Santa María a esa hora de la tarde en que la tibia luz amielada del crepúsculo romano se filtra por las ventanas de la capilla lateral donde la santa prolonga su éxtasis y demuda al espectador de todo tiempo. Empapándonos en la nave del respetuoso silencio que no precisa del dogma para que lo profese la sensibilidad más mediana, avanzamos despacio por el pasillo del centro, temerosos de interrumpir el prodigio que se desarrolla a la izquierda del altar. Sobre un terremoto talar de pliegues complicadísimos que se desparraman nube abajo, se desmayaTeresa de Ávila en trance de doloroso placer, paradoja hecha piedra por un cincel capaz como no ha habido otro de extraer patetismo del mármol. Le apunta al corazón el dardo dorado de un querubín de complaciente, casi pícara sonrisa. Es el premio bien palpable que Dios concede a sus siervos, un lapso de cielo en la tierra cuya única plasmación posible entendió Bernini como portavoz natural de su movimiento artístico al proponer una idea arriesgada pero necesaria: sacralizar el erotismo. La salvación no exige ya al cristiano una vida terrena de padecimiento, la amenaza constante de esos tormentos infernales en que se regodea El Bosco. El barroco italiano publicita la fe católica como un espectáculo placentero, vivaz de curvas y volúmenes en movimiento, amalgamas jubilosas de luz y color donde traviesean los angelotes y se diluyen los límites entre arquitectura, escultura y pintura.

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